19 feb 2011

Leer y estudiar a los clásicos grecolatinos

La importancia de leer y estudiar a los clásicos grecolatinos reside en la refrescante actualidad de sus temas, en su diversidad creativa y en la estimulante actitud reflexiva a la que arribamos casi de manera natural mientras leemos.  Pero si estas razones pueden atraer a los más profanos, para los estudiantes de literatura, acostumbrados a hurgar y a descubrir escritores y obras novedosas, la lectura de los clásicos agudizará sus sentidos de manera que sabrá distinguir lo genuino luego de conocer el origen de géneros, tendencias y tópicos. En otras palabras, será más difícil sorprenderlos. Aún así, todas estas razones no pasan de satisfacer la pura ambición del intelectual que desea retar su inteligencia y su conocimiento.
En los años en que fui estudiante de San Marcos, nuestro profesor Carlos Garayar deslumbraba a sus oyentes con su dominio de la materia helenística, sus clases, a pesar de la profunda información literaria e histórica tenían casi un exclusivo objetivo, que leyéramos a Homero con detenimiento y a los trágicos en su totalidad y, en cuanto nos fuera posible, que desbordáramos los límites de las lecturas obligatorias y fuéramos en busca de más tragedias hasta agotar la obra de cada autor. No buscaba solamente ejercitar nuestra capacidad nemotécnica,  al preguntarnos en un examen cuáles eran las imágenes que aparecen en el escudo de Ulises; sino que quería convertirnos en ávidos lectores  de los griegos. Probablemente fueron las palabras de Ulises a Nausícaa, las que más resonaban en mis oídos de muchacha enamorada, seguramente debí haberme aburrido con los numerosos duelos de la Ilíada, o me estremecí, casi hasta la conmoción ante las mentiras de Fedra sobre Hipólito. Pero en algún momento sucedió lo que Jaqueline de Romily afirma en Por qué Grecia,  comprendí que el libro, me estaba hablando a mí, sobre mi presente, desde un pasado tan remoto, Homero, Esquilo o Eurípides  hablaban sobre mi tiempo y sus conflictos. El culto a los muertos y las pomposas ceremonias fúnebres cobraban un angustiante sentido al pensar en quienes no podían encontrar a sus muertos, en los años de violencia, en los 80, cuando cursé mis estudios. El llanto de Príamo por recuperar el cadáver de su hijo, hincado de rodillas ante Aquiles, la súplica del rey por “aquél que debió morir en mis brazos”, fueron escenas de increíble y conmovedora actualidad. Telémaco emprende un viaje juvenil y desafiante, es atendido con el honor que inspira el saberlo hijo de quien es y encuentra a Helena, sosegada en su belleza, olvidada ya de la guerra que una vez propició. Telémaco ve a los amigos de su padre, vivos y radiantes en sus reinos, mientras Odiseo sigue errante; la fantasía de tenerlo cerca se acrecienta, la ilusión de ver reunidos a sus padres otra vez es más fuerte que los peligros que el viaje acarrea. De pronto, la épica nos descubre a seres tan próximos, cuyas ilusiones y esfuerzos, se parecen a los nuestros; pero también están esos seres gigantescos y maravillosos como los cíclopes o las sirenas. La tragedia, más bien, es un ejercicio reflexivo de gran complejidad, nos pone entre la espada y la pared, nos reta, pareciera decirnos a cada instante “eso que crees tú que es la verdad, no lo es”.
Por eso mismo, nada de esto debe conducirnos a la jactancia, mientras más leemos, más misterios nos presentan la vida, el razonamiento y las acciones humanas. La literatura nos permite mirar a estos seres, ya sea que se llamen Helena, o Néstor, como en una maqueta, sin que nos vean, sin que finalmente nos involucremos. Así es el juego. La manera como nos marcan e influyen corre por nuestra cuenta.